El Despertar de la Sombra

El aire en el ático, cargado de polvo y recuerdos, se sentía ahora como una prisión. La música, aunque aún resonaba en la distancia, ya no era un bálsamo, sino un recordatorio implacable de la noche anterior. Pedro, sentado al borde de la cama, observaba las sombras danzantes proyectadas por la luna, y sentía que la mirada de Marien, aunque invisible, lo atravesaba como un rayo. La tensión entre ellos era palpable, un hilo invisible que los unía y los separaba a la vez. La discusión de la noche anterior, aunque breve, había dejado una cicatriz, un recuerdo amargo de la fragilidad de su relación. ‘No sabes lo que estás haciendo’, había dicho Marien, con una mezcla de furia y desesperación. Pero Pedro, que había estado luchando contra sus propios deseos, ignoró su advertencia y continuó bailando con Sofía. El ritmo frenético de la música, el calor del cuerpo de Sofía, la promesa de una liberación, todo lo había llevado al borde del abismo. Ahora, con la cabeza entre las manos, intentaba comprender la magnitud de su error, la profundidad de su debilidad.

Marien entró en el ático, silenciosa, con el rostro marcado por la preocupación. No dijo nada, simplemente se sentó a su lado, creando un espacio de silencio que, paradójicamente, era más comunicativo que cualquier palabra. Pedro sintió una punzada de culpa, un deseo irrefrenable de confesarle todo, de explicarle la fuerza de la tentación, la desesperación que lo había llevado a ceder. Pero sabía que las palabras se le atragantaban en la garganta, que la verdad, dicha en ese momento, solo habría empeorado las cosas. La imagen de Sofía, con sus ojos oscuros y su sonrisa enigmática, se proyectaba en su mente, recordándole la fragilidad de su control.

De repente, la puerta del ático se abrió con un golpe, revelando a las amigas de Pedro, una banda de mujeres con miradas desafiantes y un aire de despreocupación. ‘¡Pedro! ¡Te estábamos buscando!’, exclamó una de ellas, con una sonrisa irónica. ‘¡La fiesta estaba siendo épica!’ La presencia de las amigas de Pedro, siempre tan exuberantes y desinhibidas, intensificó la tensión en el ático. Marien, con una mirada de reprobación, se levantó y salió del ático, dejando a Pedro solo con su culpa y su creciente sensación de aislamiento.

Pedro, sintiéndose cada vez más atrapado en su propio laberinto de dudas, decidió tomar una decisión. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y observó la ciudad que se extendía a sus pies, iluminada por el resplandor de las farolas. En ese momento, comprendió que no podía seguir luchando contra sí mismo, que no podía negar la fuerza de la atracción que sentía por Sofía. Pero también comprendió que no podía permitir que esa atracción lo destruyera, que no podía permitir que lo consumiera. Decidió, entonces, tomar una decisión drástica: alejarse de Sofía, alejarse de la tentación, alejarse de la oscuridad que amenazaba con consumirlo a él y a Marien. Pero al hacerlo, se dio cuenta de que estaba, en realidad, tomando una decisión aún más peligrosa: la de negar su propia naturaleza, la de ocultar una parte de sí mismo que, aunque oscura y peligrosa, era también una parte esencial de su ser.

Mientras tanto, en la calle, Sofía lo esperaba, con una sonrisa enigmática y una mirada que parecía leer su alma. ‘¿Sabes?’, dijo, acercándose a él, ‘no te juzgo. Sé que todos tenemos nuestros propios demonios. Y a veces, lo único que necesitamos es un poco de oscuridad para encontrar la luz.’


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