El silencio en el ático era ahora más denso, cargado no solo de polvo, sino de una electricidad palpable. Marien, sentada en una silla, sostenía una copa de vino tinto, el color de su sangre, y observaba a Pedro, que se paseaba sin rumbo, como un animal atrapado en una jaula. La tensión, que había sido un hilo delgado en los días anteriores, se había convertido en una cuerda de araña, tensa y a punto de romperse. Recordaba sus palabras, susurros al borde de la pista de baile, la frase que resonaba en su mente como un eco maldito: ‘No sabes lo que estás haciendo’. Un escalofrío le recorrió la espalda, no por el frío, sino por la comprensión de lo cerca que había estado de perderlo todo, de sucumbir a la oscuridad que Sofía parecía alimentar con su obsesión. La música, aunque ya no resonaba en la pista de baile, parecía estar presente en su memoria, un recordatorio constante de la noche que había cambiado sus vidas para siempre. El aroma del champán, que antes había disfrutado con Marien, ahora le parecía un presagio, un símbolo de la perdición que acechaba en cada esquina.
Pedro se detuvo, girándose hacia ella, con los ojos inyectados en sangre. ‘Lo siento’, dijo, la voz ronca, como si no la había usado en días. ‘No sé por qué lo hice. No sé por qué me dejé llevar’. Marien no respondió de inmediato, observándolo con una mezcla de furia y tristeza. Sabía que la verdad era más compleja de lo que podía imaginar, que las cicatrices emocionales de Pedro, producto de un pasado que él mismo se esforzaba por enterrar, eran la raíz de su comportamiento. Pero la idea de que él pudiera estar siendo manipulado, de que Sofía pudiera estar jugando con sus debilidades, le provocaba una rabia visceral. ‘¿Quién te ha dicho que lo siento?’ preguntó, la voz cargada de sarcasmo. ‘¿Quién te ha dicho que eres la única persona que importa?’
Pedro, que había estado luchando contra sus propios deseos, ignoró su advertencia y continuó bailando con Sofía. Y así, en medio de la música y la pista de baile, Pedro se encontró en un punto de no retorno, donde la línea entre el deseo y la destrucción se volvía cada vez más difusa. Marien, que había estado observando la escena con una mezcla de furia y tristeza, sintió que la desesperación la invadía. Sabía que Pedro estaba en peligro, que Sofía estaba usando su vulnerabilidad para controlarlo. Pero no sabía cómo detenerlo, cómo salvarlo de sí mismo. El futuro, en ese momento, se presentaba como un laberinto de incertidumbre y peligro, donde la única certeza era que la batalla por su alma acababa de comenzar. El silencio en el ático, que había sido interrumpido por la música y las palabras, se hizo aún más denso, cargado de una tensión ineludible. Pedro, que había estado bailando con Sofía, sintió que la mirada de Marien lo atravesaba como un rayo, revelando la profundidad de su desconfianza y su dolor. La música, que antes había sido un bálsamo, ahora era un recordatorio constante de su error, un símbolo de la perdición que lo acechaba. El aroma del champán, que antes había disfrutado con Marien, ahora le parecía un presagio, un símbolo de la perdición que acechaba en cada esquina.
Deja una respuesta